Crisis de pánico con agorafobia

“De repente empecé a notar presión en el pecho, como si el corazón se me disparara.”

¿He oído más de una vez identificar la palabra agorafobia con el miedo a los espacios abiertos; no es del todo cierto? 

Julio se había hecho a sí mismo. Venía de una familia humilde, y tras mucho esfuerzo, a sus 47 años podía afirmar con orgullo que había conseguido todo aquello que se había propuesto en la vida. Tenía 3 hijos, una relación de pareja satisfactoria, y una empresa de ingeniería que iba viento en popa. Llegó a mi consulta con el teléfono móvil en la mano, acabando de responder una llamada. Se sentó en la silla, casi sin apenas haberse ubicado, y tras respirar y disculparse por entrar en plena llamada, empezó a contarme con su mejor sonrisa que estaba lidiando con varios temas laborales y que en definitiva iba muy ajetreado. Casi tuve que interrumpirle para que me contara su motivo de consulta. Tras dar fin a su verborrea inicial, relató que siempre había sido una persona ansiosa, y que últimamente la ansiedad le estaba empezando a ganar terreno. Relató que siempre llevaba “Trankimazin” encima, y que sufría al acudir a ciertos eventos de trabajo por miedo a que los demás se percataran de lo que realmente le sucedía por dentro -la maldita ansiedad-. 

Julio me explicó que había tenido su primera crisis de ansiedad hacía un par de años, durante una cena con amigos. “De repente empecé a notar presión en el pecho, como si el corazón se me disparara. Fue una sensación muy angustiosa, porque vino de la nada. Empecé a hiperventilar, y noté un hormigueo muy desagradable en las manos. La cabeza me daba vueltas y tuve que salir de golpe de allí, no lo podía soportar. Creí que me estaba muriendo, nunca había experimentado nada igual. Me excusé para ir al baño, en un intento de parar el golpe, pero pronto me di cuenta de que quizás estuviera sufriendo un ataque al corazón y me vi obligado a pedir ayuda. Pasé mucho miedo. En el hospital me hicieron algunas pruebas y me dijeron, para mi sorpresa, que había tenido una crisis de ansiedad”.

Tras recordar el primer episodio de ansiedad que le llevó al hospital, me relató que pasadas algunas semanas (6 meses antes de venirme a ver a la consulta), volvió a tener otra crisis. “Allí empezó el verdadero calvario”. Esa segunda crisis acabó de desestabilizar su percepción de autocontrol habitual. Los síntomas que había experimentado en ambas crisis fueron tan desagradables que empezó a desarrollar un temor permanente a volverlos a padecer. El famoso miedo al miedo. Sentía pavor a “desmayarse y a perder el control en público” en un intento frustrado de manejar sus síntomas. 

Cuando se despertaba por la mañana, activaba el “escáner corporal”: escuchaba y analizaba cada traza de señal corporal remotamente afín a la ansiedad en busca de la confirmación de que, en efecto -tal y como temía- seguía ahí. En terapia aprendió que eso era habitual en casos como el suyo y que incluso tenía nombre y apellido: hipervigilancia corporal. También aprendió que en cuestiones de ansiedad, si buscas, ¡encuentras!. Cuando en efecto confirmaba sus sospechas, quedaba preso de su propio secuestro emocional durante prácticamente el resto del día. Sólo se liberaba cuando estaba absorto en temas de trabajo que acaparaban su atención, pero por motivos diferentes. 

Julio afirmó con pesadumbre que a lo largo de estos últimos seis meses lidiaba con la ansiedad a diario, y que padecía crisis de ansiedad con relativa frecuencia. Lo que más le angustiaba era el hecho de “no reconocerse”, puesto que se había resignado a convivir con el miedo y hacía verdaderos malabares para evitar que fuera a más, y ocultarlo al mundo. 

Los síntomas que le ponían en guardia a nivel físico eran particularmente la sensación de mareo, las palpitaciones, y el omnipresente nudo en el estómago. Lo que más le desconcertaba es que esas sensaciones podían aparecer en cualquier momento, aunque no estuviera haciendo nada ansiógeno en particular. Cada vez que intuía la presencia del mareo, su mente se disparaba: “Otra vez no”, “Te vas a desmayar”, “Acabarás en urgencias otra vez”, “Harás el ridículo delante de todo el mundo”. Evidentemente, la remota posibilidad de que eso aconteciera le angustiaba todavía más, con lo que había empezado a desarrollar un sistema de trucos y truquillos para evitar la supuesta catástrofe. 

Cuando hicimos inventario de trucos, me explicó que nunca se alejaba demasiado de casa y que tenía todas las farmacias y hospitales de la zona controlados. Le daba especial seguridad pasear con su mujer, y evitaba situaciones en las que pudiera ser complicado salir del atolladero en caso de crisis. La idea de entrar en el supermercado un sábado le parecía impracticable, y mucho menos pasar rato haciendo cola; la idea de ir al cine -repleto de gente- había perdido todo incentivo y la posibilidad de subirse al metro era simplemente inexistente. También había descartado viajar en avión, “¡Con los sitios a los que yo había volado!” -se lamentaba-. Julio padecía, trastorno de pánico con agorafobia

Para explicarte qué es exactamente, empecemos por definir qué es una crisis de ansiedad. Te diré que las crisis de ansiedad (también conocidas como crisis de angustia o ataques de pánico) son muchísimo más habituales de lo que crees. 

Una crisis de ansiedad, es una reacción súbita de miedo intenso que suele durar un periodo breve de tiempo (aunque cuando te ocurre te puede parecer una eternidad porque se pasa fatal). Toda crisis de ansiedad viene siempre acompañada de la idea de que algo catastrófico va a ocurrir: “perderé el control”, “me moriré”, haré el ridículo”, “me desmayaré”. Evidentemente, la sola posibilidad de que cualquiera de esos escenarios mentales se dé, sólo echa leña al fuego e intensifica la percepción subjetiva de temor. 

Cuando aparecen una, o más crisis encadenadas, se desarrolla la agorafobia. He oído más de una vez identificar la palabra agorafobia con el miedo a los espacios abiertos; no es del todo cierto: en el paradigma de la agorafobia, la persona que padece las crisis empieza a sentir miedo anticipatorio a que se vuelvan a repetir, sobre todo en lugares o situaciones en las que recibir ayuda o huir pueda resultar complicado o imposible – sean espacios abiertos, o no-. A partir de ahí suelen aparecer:

 

  • Conductas de seguridad: Me enfrento a la situación con incomodidad pero lo hago gracias a mis truquillos -llevar siempre la pastilla encima, ir acompañado/a de alguien que me de seguridad, no alejarme demasiado de casa, distraerme a toda costa con el móvil, entre muchos más-.
  • Conductas de evitación: Directamente evito situaciones para no dar ni una oportunidad a que los síntomas aparezcan, por ejemplo, evitar hacer cola, evitar conducir por autopistas largas, evitar ir a un restaurante o a un centro comercial).

 

Un aprendizaje que hacen todos los pacientes en esta casuística es que estos dos tipos de conducta cumplen una premisa: en el corto plazo, alivian, pero en el medio (y no tan medio plazo), afianzan la idea de miedo, y por tanto perpetúan la ansiedad.

Las crisis de ansiedad nunca vienen porque sí, al menos la primera. Aparecen en respuesta a haber ido ignorando emociones -cosa en la que somos verdaderos expertos-, hasta que el cupo de malestar emocional está repleto. Ante nuestro empeño en simular (incluso ante nosotros mismos) que estamos “bien”, nuestro cuerpo le sube el volumen al malestar y nos avisa mediante una crisis de que el recipiente está lleno y debemos hacer algo de una vez para redirigir la situación. Y ¿sabes qué? Normalmente funciona, porque es ahí cuando las personas llegan a la consulta: cuando sienten que han agotado sus recursos naturales para hacerle frente a la ansiedad y ya no saben qué hacer.

Si te has sentido identificado con el caso de Julio, no dudes en ponerte en contacto con nosotros. Estamos aquí para acompañarte en el camino hacia la recuperación de tu libertad.

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